jueves, 30 de septiembre de 2010

Málditos sean los hombres

Para escribir este texto no sé ni por donde empezar. Empecemos por decir que todos los hombres, independientemente de si son homo o hetero, son una partida de miserables, un enjambre de cucarachas rellenas de mierda a las que por desgracia estoy encadenado. Los odio profundamente, pero ese desprecio en gran medida lo genera mi convulsionada mente porque no puedo tenerlos, porque no están a mi alcance. Tengo que ser más específico: el tipo de hombre que añoro tiene que ser alto, musculoso, de grande pectorales, de brazos grandes capaces de estripar a quien sea abrazado por ellos; tiene que ser un hombre que haya eliminado de su ser hasta el último rastro de femineidad, que transpire fuerza, virilidad, rudeza, por los poros. Pero esa especie masculina está fuera de mi alcance y por eso, por no poder tenerla entre mis manos, la odio con ardor, con una pasíón que más bien es frustración, impotencia y desencanto.

Pero ese repudio no es del todo infundado. Aunque uno de los múltples Yo que conviven en mi cerebro se empeña en magnificar esa especie de hombres, los otros se han convencido de su pobre valor. Y no es sólo por el hecho de que esos machos sean esclavos de la vanidad y la belleza. La virilidad, la masculinidad siempre serán atractivas aunque quien las detente sea un ser feo. En pocas palabras, "no importa que sea feo, mientras sea macho".  Sin embargo los machos son seres repugantes, son basura inflada de una soberbia alimentada por siglos de heterocentrismo, de dictadura del varón. Para desgracia de la humanidad su historia ha sido escrita mayoritariamente por hombres; y los hombres sólo piensan en su propio bienestar y placer, porque consideran que la entrega a los demás y la piedad son signos de debilidad, y manifestaciones netamente femeninas. El hombres odia la debilidad; sólo piensa en el poder, en demostrar que es el más grande, el más fuerte, que es superior. Hay algunos más pusilánimes que se contentan con obtener una posición ventajosa y acomodada que, aunque no les permita brillar mucho, si les signifique alguna ganancia.

El hombre es cruel y ventajoso. Es oportunista. Siempre buscará la manera de utilizar a los demás para su beneficio sin importar las consecuencias. Es ególatra y le encanta dirimir los conflictos a golpes, porque, según su reducido criterio, la violencia y la destrucción son los únicos métodos aceptables de los que se puede valer para arreglar sus problemas, sus diferencias con los demás e, incluso, para conseguir sus fines; mismos que son siempre innobles, siempre mezquinos, siempre tendientes a satisfacer placeres primarios y llenar un ego que, repito, ha sido engordado por siglos y siglos de dictadura del hombre heterosexual.

Qué asco dan los hombres. Violadores, narcos, paracos, asesinos, padres irresponsables: todos son reflejos de un mismo ente: el hombre heterosexual.

Málditos sean hombres heterosexuales. Por desgracia la otra cara de la moneda, los hombres gay, no ofrecen tampoco un panorama alentador. El mundo gay vive naufragando en un mar de luchas intestinas, vanalidad, mentiras, intrigas y bochinches. Qué terrible arma es el bochinche en boca de los gays. Qué respugnante es la cultura Gay.

Pero no puedo arrancar las cadenas que me atan a los hombres. Es imposible. El hierro de los eslabones es más fuerte que mi voluntad, mi odio hipócrita, mis deseos. Sigo añorando que uno de esos malparidos se fije en mí  y proceda a violarme salvajemente. Mi líbido no da tregua porque esa energía nunca se destruye, sólo se transforma; pero siempre está ahí junto con esa abominable mezcla de amor y odio, haciéndome decir: Málditos sean los hombres.

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