Édgar
siempre causó la misma impresión entre la gente de “ambiente” con la que trabó
amistad a lo largo de su vida: la de ser un tipo “jarto”, tedioso, soporífero.
Pero hubo un amigo al que no sentía que aburría con su presencia. Su nombre era
Steven.
Se podría
decir que aquel muchacho era la única persona cercana a la que podría dar el
calificativo de amigo. Sus charlas últimamente eran en su mayoría virtuales o
telefónicas, aunque valga decir que era Édgar el que generalmente tenía la
iniciativa de llamar a su amigo. No obstante aquel mediodía de Julio pareció
romperse esa tendencia. Édgar recibió una llamada del celular de Steven. Se apresuró a contestar y cuál no
sería su sorpresa cuando descubrió que la persona al otro lado de la línea no
era su viejo amigo sino una mujer. Se trataba de la hermana de Steven quien sin
demasiado preámbulo le avisó a Édgar que el muchacho había fallecido.
Édgar se había enterado de que su amigo estaba mal de salud apenas el viernes
de la semana anterior al deceso. A través del chat de una red social él le pidió
que lo llamara a su celular pues debía contarle un asunto que por medios
virtuales era imposible de tratarse. Édgar se extrañó un poco, pero procedió a acceder
a las pretensiones de aquel amigo al que hacía casi dos años no veía.
Sí, la última vez que se encontraron frente a frente Steven todavía exhibía su
larga y sedosa cabellera negra y en términos generales se le notaba muy bien de
salud. También mostraba con cierto orgullo su nuevo tratamiento de ortodoncia y
transmitía una seguridad propia de quienes han logrado enderezar el rumbo de su
vida. Tiempo después el joven se cortaría el pelo y se lo teñiría de un
rubio encendido y a través de las redes sociales exhibiría su nuevo look en
compañía de un amigo con quien posaba en fiestas de disfraces y parques de
diversiones. Esas imágenes generaban cierta envidia a Édgar pues sentía que
había perdido al único amigo que le quedaba. Un intruso le había arrebatado su
lugar. Pero valga aclarar que no eran celos de naturaleza amorosa ni nada por
el estilo. De hecho Édgar y Steven siempre fueron estrictamente amigos y nunca
permitieron que esa amistad se "contaminara" con las veleidades de la
libido.
Lo último de lo que Édgar se enteró a través de las omniscientes redes sociales
fue de la celebración del cumpleaños de su amigo en el lugar donde actualmente
trabajaba. Las fotografías que daban cuenta de ese agasajo fueron un campanazo
de alerta; Steven estaba en extremo delgado y era obvio que algo no marchaba
bien con su salud.
Meses después se comprobarían las sospechas. Luego de que Édgar accediera llamar
a su amigo, se enteró por boca de él de que había sido hospitalizado. La causa:
estaba infectado de aquel virus letal. Al parecer se había contagiado hace
bastante tiempo y no acudió a recibir tratamiento médico oportunamente. Ahora
la vida le cobraba factura por esa decisión. Steven recurría en esos instantes
a Édgar porque éste años atrás se había vinculado a una fundación de pacientes
seropositivos y por ello tenía conocimiento acerca de esa condición. Édgar,
como era apenas lógico, intentó darle una voz de aliento a su amigo postrado en
cama. Le dijo que tuviera fuerza, que luchara porque tenía toda una vida por
delante, que confiara en Dios y todas esas frases quizás de cajón que se suelen
formular en estos casos. La última vez que se comunicaron, el enfermo le pidió
a su amigo de forma encarecida que lo visitara a su casa una vez lo dieran de
alta y entre risas agregó "ojalá me lleve frutas". Édgar le prometió
que así sería.
Desafortunadamente esa promesa no se cumplió. Una semana después de ser
recluido en el hospital Steven expiró. Así terminó la historia de aquel joven
que Édgar conoció 10 años atrás en un parque al sur de Cali en el que se
reunían homosexuales a tener encuentros de todo tipo. En un principio Steven
dijo tener 15 años –Édgar tenía 19- y en efecto aparentaba esa edad. Desde
entonces los dos forjaron una bella amistad. Jamás tuvieron sexo; se limitaban
a conversar sobre sus experiencias vitales cada vez que se encontraban en
aquella inmensa zona verde al aire libre. Édgar siempre recordaría de Steven su
pintoresca ignorancia. Un año después del célebre rescate de Íngrid betancourt
los dos amigos se encontraron en el parque. "¿Y eso que lo encuentro por
aquí?", preguntó aquella vez Steven. "Vine acá para escapar de la
conmemoración de la Operación Jaque", le contestó Édgar. "Operación
Jaque, ¿qué es eso?", replicó el ignoto joven. Meses después Steven
saldría con otra de sus “perlas”. Cuando
Édgar le contó a su díscolo amigo que estaba trabajando en una fundación con
personas con VIh, éste preguntó: "'¿Vih?, cierto que hay de dos tipos:
positivo y negativo".
A lo largo de esa década durante la cual los dos jóvenes forjaron su amistad,
Édgar fue testigo de muchos comportamientos de su amigo, como por ejemplo su
costumbre de buscar establecer relaciones amorosas por interés. Ahí estaba de
ejemplo Fercho, aquel moreno bonachón del que Steven se volvió novio sólo
porque éste lo invitaba a comer mazorca en los alrededores del parque. Tal
noviazgo no duró mucho. Édgar también atestiguó las desventuras financieras de
Steven y por ello, mientras aquel estuvo desempleado, siempre lo invitaba a
comer. Sin embargo Steven sentó cabeza, consiguió un buen empleo y cesó de
buscar hombres sólo por interés. Dos años antes de su muerte conoció a una
persona con la que pensó podría tener una relación de pareja. Pero la duda se
sembró en su corazón cuando descubrió sin querer unos papeles que parecían
indicar que ese prospecto de novio estaría contagiado de vih. Steven pidió consejo
a Égdar y éste lo conminó a hablar claramente con aquel hombre y exigirle que
aclarará si estaba infectado o no.
La vida suele ser injusta. A Steven le llegó la muerte justo cuando se había
convertido en una persona responsable, con un trabajo estable y con metas a
mediano plazo. Édgar atendiendo a una obligación moral asistió al velorio de
aquel amigo a quien no veía hace dos años. Conoció a la madre del difunto, a
sus hermanas, a su padrastro. El número de asistentes al velorio era escaso
pues Steven siempre fue de pocos amigos. Estando allá Édgar se llevó varias
sorpresas: descubrió que Steven no había nacido en Cali como siempre pensó, que
no se apellidaba Camargo sino Gonzáles, y, lo más sorprendente, que no era
menor que él sino que había nacido en 1984, es decir que el
"muchacho" ya contaba con 31 años. Sus últimos meses fueron
difíciles. Perdió peso de forma dramática hasta llegar a la pavorosa cifra de
30 kilos. La diarrea lo atacaba constantemente. Y estaba tan débil que sus
familiares debían servirle de bastón cada vez que quería subir unas escaleras. La
delgadez de su cuerpo era tan acentuada que su madre prefirió que sellaran el
ataúd para que todos los que lo conocieron en vida se quedaran con el recuerdo del
Steven rozagante, dicharachero, risueño e ingenuo. Así se despidió Édgar de uno
de sus pocos amigos, aquel del que nunca recibió un reproche y con el que podía
hablar fluidamente sin que éste revelara signos de tedio y aburrimiento.
Adios Steven.