lunes, 27 de agosto de 2012

CASO TAME: INJUSTICIA MEDIÁTICA

El lunes 27 de agosto el ex subteniente Raúl Muñoz Linarez fue declarado culpable de la violación de Jenny Torres de 14 años en Tame, Arauca, y el posterior asesinato de ella y sus dos hermanitos. "Las pruebas no son muchas, pero son contundentes", declaró la jueza que emitió el fallo condenatorio tras casi dos años de ocurridos los execrables hechos.

Son varias las pruebas recaudadas por las autoridades que incriminaron a Muñoz Linares: el hecho de que se hubiera ausentado de la unidad a la que estaba adscrito durante el mismo lapso de tiempo en que el crimen tuvo lugar; el que durante esa ausencia portara consigo un machete, el mismo tipo de arma con el que fueron ultimados los pequeños; y la coincidencia genética entre las muestras de semen tomadas al militar y  aquellas halladas en los cuerpos de la menor ultrajada.

Hubo muchas trabas en este proceso judicial, entre ellas el constante cambio de abogado defensor del uniformado y el sospechoso asesinato de la jueza que originalmente llevaba el caso en Arauca, atribuido al ELN.  La defensa del militar intentó convencer a la justicia de que la muerte de los tres menores había sido cometida por las FARC, pero los testigos que presentó para probar esa  versión no confirmaron que hubiesen presenciado el acto barbárico y tampoco señalaron con nombre propio qué miembros del grupo guerrillero habrían participado en su comisión.

Al margen de esos hechos, causa curiosidad el tratamiento dado por los medios tanto al crimen de los hermanos torres como al juicio al militar implicado. Ha sido evidente la asimetría entre el cubrimiento mediático a este hecho de sangre y la sobre exposición que ha tenido el llamado caso Colmenares. ¿Por qué el uno merece más atención por parte de la prensa que el otro? ¿Acaso es por qué en el caso Colmenares están involucrados "niños bien" de una prestigiosa universidad privada, unos cocacolos hijos de personajes muy influyentes de nuestro país, mientras que en el caso Tame los protagonistas fueron unos niños pobres que vivían en un apartado rincón de la geografía nacional y cuyos padres son unos humildes jornaleros.

En los últimos meses programas de gran audiencia como Séptimo Día y las Crónicas de Pirry le han dedicado sendos espacios a las extrañas y sospechosas circunstancias en que murió el estudiante de Los Andes. En cambio los vejámenes que sufrieron los hermanos Torres no han merecido ninguna mención por parte del locuaz Pirry y el señor Manuel Tedodoro. ¿Por qué Sin rastro, espacio de Caracol especializado en reconstruir macabros crímenes cometidos contra niños, tampoco ha registrado el triple homicidio y doble acceso carnal violento cometidos por Muñoz Linares según el  fallo que  profirió una juez de la República?

¿Por qué los portales web de los periódicos de circulación nacional cuelgan casi a diario notas sobre la muerte de Colmenares, mientras que al caso  Tame con el pasar de los meses le han concedidos espacios cada vez más marginales? Produce arcadas que El Espectador relegue la noticia del fallo condenatorio contra el militar al espacio más recóndito de su portal web, obligándola a competir espacio y atención con una estúpida, insulsa y anodina nota sobre el sexo oral entre escarabajos.

¿Acaso para los genios de El Espectador están en el mismo nivel las felaciones entre  insectos, que la violación de una niña en manos de un militar? ¿Merece la noticia de la condena de Raúl Muñoz Linares perderse en el mar de informaciones que a diario se producen en este país? ¿O es que acaso por ser el subteniente un ex miembro del impoluto Ejército Nacional, su crimen debe ser minimizado, ignorado, silenciado, para no perjudicar la imagen de tan gloriosa institución?

Esperaré sentado a que el periodista extremo, el mago del periodismo efectista Manuel Teodoro, y la gran prensa colombiana le dediquen al menos unos minutos a uno de los crímenes más ominosos que se han perpetrado en Colombia. Y no se trata de criticar el tratamiento dado al caso Colmenares. Ojalá se esclarezca y si el joven fue asesinado, que sobre sus verdugos caiga todo el peso de la Ley. Pero los medios deberían medir con el mismo rasero todos los hechos de terror que enlutan a Colombia.

martes, 7 de agosto de 2012

4 DE FEBRERO-6 DE MARZO

Corría el 4 de febrero de 2008. Salí muy temprano de mi casa y abordé un bus que me dejara cerca de la Plazoleta de San Francisco en Cali. Al llegar vi que ese espacio estaba a reventar de personas vestidas de blanco. A todos nos había reunido el interés de manifestarnos contra las Farc. Éramos cientos de individuos confundiéndonos en una enorme mancha albina que tras varios minutos avanzó hacia su meta final, la Plazoleta del CAM, devorando en el camino todo lo que se encontrara a su paso. 

No había distinciones. En aquella compacta masa blanca se fundían amas de casa, muchachos, representantes de la Fuerza Pública, universitarios y periodistas. La manifestación aparentemente superaba por mucho las expectativas de sus auspiciadores y su magnitud era ciertamente avasalladora. De repente, ya sobre la Avenida Colombia, observé los cadáveres de los miembros del secretariado de las Farc colgando no recuerdo si de árboles o de los postes de la energía. Habían sido ejecutados y ahora eran expuestos ante la voraz masa blanca para satisfacer su morbo y su afán revanchista. Claro, hay que aclarar que se trataba en realidad de simples muñecos inanimados semejantes a los años viejos que queman en diciembre. De cualquier manera al final me sentí como manipulado; albergué la sensación de que aquella marcha más que reclamar paz, resultó ser en realidad una declaración de odio a las Farc y de apoyo implícito a las políticas del entonces presidente Álvaro Uribe. 

Pero fue un ejercicio de participación ciudadana importante que desnudó el prácticamente nulo apoyo popular con el que cuenta esa guerrilla, apoyo que es requisito fundamental para el éxito de cualquier movimiento insurgente que pretenda llegar al poder. Si el llamado “Ejército del Pueblo” carecía de ese respaldo y a cambio se había granjeado el odio de buena parte de Colombia, era por obra y gracia de sus excesos. 

Un mes después, el 6 de marzo, organizaciones sociales convocaron otra manifestación, esta vez contra los crímenes del paramilitarismo. Decidí participar convencido de la importancia de “llorar por los dos ojos”, como diría tiempo después cierto funcionario público colombiano. Abordé un bus. En su interior una de las pasajeras, afrodescendiente y ya de edad, hablaba sobre esa marcha. “No estoy de acuerdo. Con esa marcha sólo le están dando gusto a las Farc. Eso es lo que ellos quieren”, recuerdo que le oí decir. Me apeé del vehículo y me uní a los manifestantes. Ninguno iba vestido de blanco. De hecho no era exigencia portar prendas de un color determinado. 

Quizás el hecho de todos estuviéramos uniformados con un mismo color en la marcha contra las Farc, creó la ilusión de que ésta era más cohesionada. La del 6 de marzo resultaba ser en cambio más fragmentada y llena de lagunas vacías en medio de grupos de personas que se aglutinaban. Era notoria la presencia de delegados de distintos sindicatos. La llamada sociedad civil también participó, pero saltaba a la vista que su número era muy inferior al registrado en la protesta del 4 de febrero. 

El contraste entre una y otra marcha reflejó la realidad nacional fielmente. Para el colombiano del común el paramilitarsmo no deja de ser un mal menor, un dolor de cabeza necesario y hasta un fenómeno que soterradamente hay que defender, a pesar de todas las atrocidades que se le adjudican -más de 100 mil asesinatos, entre muchas otras. Entre tanto la violencia guerrillera sí despierta el odio más enconado, una rabia que quema las entrañas. Lo natural es que la violencia se condenará con la misma vehemencia, viniese de donde viniese, pero… 

Conforme la marcha continuaba, los contrastes se hacían más latentes. El apoyo popular era escaso. La vida comercial en el centro de Cali continuaba como si nada; en los locales ponían música a niveles que ensordecían a través de potentes bafles. Alguien se me acercó y espetó “Todos los dueños de esos locales son putos paisas”. Los automóviles continuaban su marcha casi pretendiendo embestirnos a quienes protestábamos. El 4 de febrero en cambio las vías lucieron completamente despejadas para que la refulgente masa blanca se moviera a sus anchas. 

Sobre la Calle 13 o Calle 15, ya no recuerdo, oímos unos gritos. “¡Libérenme, estoy secuestrado, libérenme!”, exclamaba un saboteador desde lo alto de un edificio. Algunos sonrieron. Otros de aquellos que nos miraban desde la distancia, nos insultaban. “Váyanse a vivir a Venezuela”, sentenció uno de ellos. 

Cuando la marcha estaba por terminar un individuo intentó pintar un graffiti. La Policía quiso impedírselo, pero muchos de los que estaban a mí alrededor intercedieron en coro por él, exigiéndole a los uniformados que le dejaran plasmar sus consignas en los muros. Me pareció estúpido en su momento que defendieran a capa y espada una simple manifestación de anacrónico vandalismo. 

Al final de ambas marchas me quedó la impresión de vivir en un país de fariseos que le desean la muerte a los guerrilleros que secuestran, siembran minas antipersonales, atacan pueblos con cilindro bomba y trafican con drogas; pero se hacen los de la vista gorda con las masacres, abusos sexuales, actos de sevicia y asesinatos que han cometido los paras. Un país dividido entre una derecha rancia, mayoritaria, hipócrita y una izquierda fragmentada, anquilosada en el tiempo, aferrada a los discursos de siempre. Pero más allá de eso me quedó el consuelo de haber llorado por los dos ojos, así los más reaccionarios miembros de ambos bandos me quisieran linchar porque, a su juicio, le estaba prendiendo una vela a Dios y otra otra al diablo.



viernes, 3 de agosto de 2012

NO VALEN NADA


Domingo 03 de junio. Arribé a las 10:00 am a las Canchas Panamericanas con la intención de participar de un plantón en protesta por la brutal violación y torturas a las que fue sometida Rosa Elvira Cely en Bogotá, vejámenes que finalmente le causaron la muerte. A esa hora debía iniciar el acto, pero tras perderme por un buen tiempo en el mar de fantoches exhibiendo su musculatura que participan en la ciclovía sobre la Novena, no vi rastro de los manifestantes. Sólo hasta las 11 pude avistar a un pequeño grupo de mujeres y hombres con pancartas, camisetas y carteles exigiendo el fin de la violencia hacia el género femenino.

De dicho acto de protesta me enteré a través de facebook. A tempranas horas de ese mismo domingo accedí a la página web de El País y allí no había ninguna mención sobre éste. Quizás –son meras especulaciones- sus organizadoras fallaron al no recurrir a los medios de comunicación para convocar a la ciudadanía. Un boletín enviado a las emisoras, periódicos y noticieros de la ciudad, llamadas a periodistas que cubren temas locales para que ayudaran a invitar a la gente al acto, quizás hubieran marcado la diferencia.

Pero no nos llamemos a engaños. Posiblemente ni la más efectiva labor mediática hubiera logrado vencer la indiferencia de una sociedad con el machismo enraizado hasta sus tuétanos. En Bogotá, por ejemplo, a pesar del apoyo de los medios sólo marcharon 5.000 personas, cifra exigua para una ciudad de ocho millones de habitantes. Y esa realidad refleja cómo en Colombia la mujer no vale nada.

O sí vale, pero sólo por el tamaño de sus culos y tetas. O como un instrumento de satisfacción sexual, sea ésta consentida o no. Caminar sola en una calle a las 10 de la noche es una idiotez que ninguna caleña se puede dar el lujo de cometer, pues los hombres pueden pensar que es un casquivana buscando aventura. ¿Usted estaría tranquilo si su hermana, hija o amiga aborda un taxi a altas horas de la noche o la madrugada? Yo no.

Mas esa no es la única violencia a la que se exponen las mujeres en este país. Los cientos de casos de féminas asesinadas por “motivos pasionales” o cuyos rostros han sido desfigurados con ácido, lo demuestra. Ni de qué decir del hecho de que en Colombia la violencia intrafamiliar sea un delito “querellable”, es decir, que obliga a las mujeres maltratadas a “conciliar” con su compañero agresor.

Noches atrás una terrible pelea en plena madrugada me arrancó de los brazos de morfeo. Un tipo estaba arrastrando de los pelos a su compañera sentimental mientras le propinaba puños en la cara. Ella le rogaba que no le desfigurara el rostro. Yo por cobardía no me atreví a bajar del cuarto piso en el que vivo para tratar de ayudarla. Me limité a llamar a la Policía. Lo triste es que todos siguieron mi ejemplo. Nadie, si siquiera los porteros de las unidades circunvecinas, hizo el mínimo esfuerzo por detener la paliza que sufría la desdichada mujer. Al final las voces del agresor y su pareja dieron pasó a un profundo silencio que fue interrumpido segundo después por la voz de Vicente Fernández entonando “Mujeres Divinas”. De alguna casa vecina habían hecho sonar el tema para ambientar una fiesta. Triste y patética paradoja.