Domingo 03 de junio.
Arribé a las 10:00 am a las Canchas Panamericanas con la intención de
participar de un plantón en protesta por la brutal violación y torturas a las
que fue sometida Rosa Elvira Cely en Bogotá, vejámenes que finalmente le
causaron la muerte. A esa hora debía iniciar el acto, pero tras perderme por un
buen tiempo en el mar de fantoches exhibiendo su musculatura que participan en
la ciclovía sobre la Novena, no vi rastro de los manifestantes. Sólo hasta las 11
pude avistar a un pequeño grupo de mujeres y hombres con pancartas, camisetas y
carteles exigiendo el fin de la violencia hacia el género femenino.
De dicho acto de
protesta me enteré a través de facebook. A tempranas horas de ese mismo domingo
accedí a la página web de El País y allí no había ninguna mención sobre éste.
Quizás –son meras especulaciones- sus organizadoras fallaron al no recurrir a
los medios de comunicación para convocar a la ciudadanía. Un boletín enviado a las
emisoras, periódicos y noticieros de la ciudad, llamadas a periodistas que
cubren temas locales para que ayudaran a invitar a la gente al acto, quizás
hubieran marcado la diferencia.
Pero no nos llamemos a
engaños. Posiblemente ni la más efectiva labor mediática hubiera logrado vencer
la indiferencia de una sociedad con el machismo enraizado hasta sus tuétanos. En
Bogotá, por ejemplo, a pesar del apoyo de los medios sólo marcharon 5.000
personas, cifra exigua para una ciudad de ocho millones de habitantes. Y esa
realidad refleja cómo en Colombia la mujer no vale nada.
O sí vale, pero sólo por
el tamaño de sus culos y tetas. O como un instrumento de satisfacción sexual,
sea ésta consentida o no. Caminar sola en una calle a las 10 de la noche es una
idiotez que ninguna caleña se puede dar el lujo de cometer, pues los hombres pueden
pensar que es un casquivana buscando aventura. ¿Usted estaría tranquilo si su
hermana, hija o amiga aborda un taxi a altas horas de la noche o la madrugada?
Yo no.
Mas esa no es la única
violencia a la que se exponen las mujeres en este país. Los cientos de casos de
féminas asesinadas por “motivos pasionales” o cuyos rostros han sido
desfigurados con ácido, lo demuestra. Ni de qué decir del hecho de que en
Colombia la violencia intrafamiliar sea un delito “querellable”, es decir, que
obliga a las mujeres maltratadas a “conciliar” con su compañero agresor.
Noches atrás una
terrible pelea en plena madrugada me arrancó de los brazos de morfeo. Un tipo
estaba arrastrando de los pelos a su compañera sentimental mientras le
propinaba puños en la cara. Ella le rogaba que no le desfigurara el rostro. Yo
por cobardía no me atreví a bajar del cuarto piso en el que vivo para tratar de
ayudarla. Me limité a llamar a la Policía. Lo triste es que todos siguieron mi
ejemplo. Nadie, si siquiera los porteros de las unidades circunvecinas, hizo el
mínimo esfuerzo por detener la paliza que sufría la desdichada mujer. Al final
las voces del agresor y su pareja dieron pasó a un profundo silencio que fue
interrumpido segundo después por la voz de Vicente Fernández entonando “Mujeres
Divinas”. De alguna casa vecina habían hecho sonar el tema para ambientar una
fiesta. Triste y patética paradoja.
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