martes, 7 de agosto de 2012

4 DE FEBRERO-6 DE MARZO

Corría el 4 de febrero de 2008. Salí muy temprano de mi casa y abordé un bus que me dejara cerca de la Plazoleta de San Francisco en Cali. Al llegar vi que ese espacio estaba a reventar de personas vestidas de blanco. A todos nos había reunido el interés de manifestarnos contra las Farc. Éramos cientos de individuos confundiéndonos en una enorme mancha albina que tras varios minutos avanzó hacia su meta final, la Plazoleta del CAM, devorando en el camino todo lo que se encontrara a su paso. 

No había distinciones. En aquella compacta masa blanca se fundían amas de casa, muchachos, representantes de la Fuerza Pública, universitarios y periodistas. La manifestación aparentemente superaba por mucho las expectativas de sus auspiciadores y su magnitud era ciertamente avasalladora. De repente, ya sobre la Avenida Colombia, observé los cadáveres de los miembros del secretariado de las Farc colgando no recuerdo si de árboles o de los postes de la energía. Habían sido ejecutados y ahora eran expuestos ante la voraz masa blanca para satisfacer su morbo y su afán revanchista. Claro, hay que aclarar que se trataba en realidad de simples muñecos inanimados semejantes a los años viejos que queman en diciembre. De cualquier manera al final me sentí como manipulado; albergué la sensación de que aquella marcha más que reclamar paz, resultó ser en realidad una declaración de odio a las Farc y de apoyo implícito a las políticas del entonces presidente Álvaro Uribe. 

Pero fue un ejercicio de participación ciudadana importante que desnudó el prácticamente nulo apoyo popular con el que cuenta esa guerrilla, apoyo que es requisito fundamental para el éxito de cualquier movimiento insurgente que pretenda llegar al poder. Si el llamado “Ejército del Pueblo” carecía de ese respaldo y a cambio se había granjeado el odio de buena parte de Colombia, era por obra y gracia de sus excesos. 

Un mes después, el 6 de marzo, organizaciones sociales convocaron otra manifestación, esta vez contra los crímenes del paramilitarismo. Decidí participar convencido de la importancia de “llorar por los dos ojos”, como diría tiempo después cierto funcionario público colombiano. Abordé un bus. En su interior una de las pasajeras, afrodescendiente y ya de edad, hablaba sobre esa marcha. “No estoy de acuerdo. Con esa marcha sólo le están dando gusto a las Farc. Eso es lo que ellos quieren”, recuerdo que le oí decir. Me apeé del vehículo y me uní a los manifestantes. Ninguno iba vestido de blanco. De hecho no era exigencia portar prendas de un color determinado. 

Quizás el hecho de todos estuviéramos uniformados con un mismo color en la marcha contra las Farc, creó la ilusión de que ésta era más cohesionada. La del 6 de marzo resultaba ser en cambio más fragmentada y llena de lagunas vacías en medio de grupos de personas que se aglutinaban. Era notoria la presencia de delegados de distintos sindicatos. La llamada sociedad civil también participó, pero saltaba a la vista que su número era muy inferior al registrado en la protesta del 4 de febrero. 

El contraste entre una y otra marcha reflejó la realidad nacional fielmente. Para el colombiano del común el paramilitarsmo no deja de ser un mal menor, un dolor de cabeza necesario y hasta un fenómeno que soterradamente hay que defender, a pesar de todas las atrocidades que se le adjudican -más de 100 mil asesinatos, entre muchas otras. Entre tanto la violencia guerrillera sí despierta el odio más enconado, una rabia que quema las entrañas. Lo natural es que la violencia se condenará con la misma vehemencia, viniese de donde viniese, pero… 

Conforme la marcha continuaba, los contrastes se hacían más latentes. El apoyo popular era escaso. La vida comercial en el centro de Cali continuaba como si nada; en los locales ponían música a niveles que ensordecían a través de potentes bafles. Alguien se me acercó y espetó “Todos los dueños de esos locales son putos paisas”. Los automóviles continuaban su marcha casi pretendiendo embestirnos a quienes protestábamos. El 4 de febrero en cambio las vías lucieron completamente despejadas para que la refulgente masa blanca se moviera a sus anchas. 

Sobre la Calle 13 o Calle 15, ya no recuerdo, oímos unos gritos. “¡Libérenme, estoy secuestrado, libérenme!”, exclamaba un saboteador desde lo alto de un edificio. Algunos sonrieron. Otros de aquellos que nos miraban desde la distancia, nos insultaban. “Váyanse a vivir a Venezuela”, sentenció uno de ellos. 

Cuando la marcha estaba por terminar un individuo intentó pintar un graffiti. La Policía quiso impedírselo, pero muchos de los que estaban a mí alrededor intercedieron en coro por él, exigiéndole a los uniformados que le dejaran plasmar sus consignas en los muros. Me pareció estúpido en su momento que defendieran a capa y espada una simple manifestación de anacrónico vandalismo. 

Al final de ambas marchas me quedó la impresión de vivir en un país de fariseos que le desean la muerte a los guerrilleros que secuestran, siembran minas antipersonales, atacan pueblos con cilindro bomba y trafican con drogas; pero se hacen los de la vista gorda con las masacres, abusos sexuales, actos de sevicia y asesinatos que han cometido los paras. Un país dividido entre una derecha rancia, mayoritaria, hipócrita y una izquierda fragmentada, anquilosada en el tiempo, aferrada a los discursos de siempre. Pero más allá de eso me quedó el consuelo de haber llorado por los dos ojos, así los más reaccionarios miembros de ambos bandos me quisieran linchar porque, a su juicio, le estaba prendiendo una vela a Dios y otra otra al diablo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario