En el país del Sagrado
Corazón alquilan piezas, vestidos, armas… y lavadoras. Durante seis años Carlos
Valencia trabajó en una empresa dedicada a alquilar esos aparatos que le
ahorran a las personas dolores en sus riñones, manos maltratadas y horas
enteras frente a un lavadero. “Pero
llegó un día en que me aburrí de trabajarle
a otros. Por eso monté mi propio negocio hace seis meses”, confiesa.
Emprendió esa aventura
con una lavadora de segunda que le costó $100 mil. “luego - cuenta- compré otra a $150 mil. Y mi
hija me colaboró con otras dos también de segunda”. Por su alquiler cobra
dependiendo del barrio donde las soliciten: “siempre he trabajado en el Norte.
Si piden una lavadora en el barrio Popular, cobro $1000 por hora. Pero si
solicitan el servicio en barrios que quedan más lejos como Álamos o Vipasa,
pido $1500”, explica.
Hasta ahora afirma que le
ha ido bien. Pero admite que “de lunes a viernes el negocio es flojo. Se mueve
más los sábados y domingos, sobre todo cuando coinciden con la quincena”. No ha
sido fácil para él acostumbrarse a sacrificar sus fines de semana. Con un dejo
de tristeza en su voz se queja de que “uno no puede decirle al cliente ‘mañana
domingo no trabajo’. Ahí mismo llaman a otro lado, porque en esto hay mucha
competencia. Yo llevo tiempo sin poder visitar a mi familia que vive en Yumbo, porque no me queda tiempo”.
A Carlos le gusta
trabajar solo. Él mismo se encarga de transportar las lavadoras a los
domicilios de sus clientes, en primer lugar porque no gana lo suficiente para
contratar a alguien que se encargue de esa tarea y en segundo lugar “porque esos
muchachos no tratan bien las máquinas y las terminan dañando. Además no vienen
a trabajar un sábado o un domingo porque el día anterior se fueron de fiesta y amanecieron
enguayabados”.
A eso se suma que hay
clientes “complicados”. Si el muchacho que transporta la lavadora no es de su
simpatía “son capaces de inventar que se robó cualquier cosa de la casa para
embalarlo”, narra. Sin miedo revela que a él, en su anterior trabajo, le llegó
a pasar: “Fui a llevar una lavadora a una muchacha que vivía en Floralia. Me
devolví a la empresa y a las dos horas ella llamó diciendo que se le había
perdido una cartera. Me echó la culpa
prácticamente. Después se supo que la ladrona era una amiga que vivía con
ella”.
En otras ocasiones esos
usuarios han dañado sus máquinas porque “les echan mucha ropa o porque tienen
niños pequeños que oprimen las teclas que no son”. Ante esa situación Carlos no
puede hacer mucho: “Uno les cambia la lavadora por otra, porque si uno se pone
alegar con ellos buscan a otro que les preste el servicio”. Tampoco faltan los
clientes “vivos” que se roban las lavadoras.
A pesar de los
obstáculos Carlos le seguirá apostando a ese modelo de negocio que, según él, “nació en Cali” y de aquí se ha expandido a
toda Colombia. Aunque sabe que mantenerse es difícil porque “son negocios que así como van llegando, también se acaban”.