miércoles, 30 de diciembre de 2020

MALA VECINDAD

Como era su costumbre y luego de cumplir una extenuante jornada de trabajo, Antonieta arribó a su apartamento a eso de las siete de la noche. Abrió la puerta y la recibió su robusto y mimoso gato negro. Ella aspiraba a poder descansar plácidamente, pero sus vecinos del piso de arriba tenían preparada una de las típicas fiestas con las que solían perturbar y crispar los ánimos de la pobre Antonieta. La menuda mujer de baja estatura y frondoso cabello negro posó su cabeza sobre la almohada y sintió que empezaba a conciliar el sueño. Al parecer la tableta de quietapina de 25 milígramos que había ingerido horas atrás estaba haciendo efecto. De repente se escuchó un ruidajo vomitivo que hizo vibrar las ventanas del apartamento 203 del Edificio Torres de La Fontana. Antonieta se levantó de su cama, se dirigió a la sala y tomó el citófono.

_ Alo, portero, hágame un favor: llame al apartamento 303. Eso como que tienen allá unos mariachis o una papayera o qué sé yo y el ruido es insoportable.

_ Lo que pasa es que la señora Marta está de cumpleaños- contestó el hombre a cargo de la portería.

_ Parece que en ese apartamento vivieran de cumpleaños en cumpleaños todo el tiempo, porque todas las noches es la misma historia. Por favor suba y dígales que respeten y si no le paran bolas llame a la Policía.

Para Juvencio, el portero, no era novedad escuchar las continuas quejas que interponía Antonieta y sobre eso solo atinaba a comentarles a sus compañeros de trabajo: “si a esa señora le molesta tanto el ruido que se vaya a vivir a un cementerio”. No obstante, cumplió con su deber de solicitarles a los vecinos ruidosos que moderaran su escándalo.

_ ¿Otra vez esa vieja loca poniendo quejas? ¡Que se abra! – le respondió Marta, la cumpleañera, al portero una vez este subió a rogarle que le pusiera freno al alboroto. Finalmente aceptó aminorar un poco la intensidad de la música.

Mas Antonieta no estaba conforme. La ira que solía dominarla, y que intentaba aplacar con el consumo de ácido valproico, llegó a un punto en que sencillamente se desbordó y derribó los muros que la misma Antonieta había creado para contenerla. Abrió el cajón de la mesa de noche y tomó un revólver que había allí, lo escondió en su pijama, subió al apartamento de su odiosa vecina, tocó a su puerta y, feliz al comprobar que era ella quien abría, le descerrajó varios balazos sobre su repugnante humanidad. La infame Marta se desplomó sobre el suelo ante la mirada atónita de los invitados a la celebración de su onomástico. De repente Antonieta despertó. El crimen cometido no había sido nada más que una ilusión onírica.

Al día siguiente la menuda dama de cabello azabache se levantó y salió rumbo a su trabajo. Luego de cumplir con sus obligaciones retornó a su hogar presa de la incertidumbre de saber si esta vez sí podría descansar. Saludo a su rechoncho gato y para su satisfacción comprobó que esta vez los inefables vecinitos no harían de las suyas. Alguien tocó a la puerta. Era Juvencio.

_ Doña Antonieta, alguien llamó diciendo que estaban haciendo bulla en este apartamento. He estado llamando al citófono, pero no me contestan.

_ Usted sabe que yo sí soy buena vecina, Juvencio. Nunca hago escándalos de nada.

No había terminado Antonieta de pronunciar esas palabras cuando su gordo minino aprovechó para escaparse de la casa. Fue tras su pista, pero, a pesar de su obesidad, el gato resultó extremadamente rápido en su fuga y se perdió del mapa. Antonieta recorrió e inspeccionó cada recoveco del edificio e incluso salió a la calle para hallar al animal, pero todo fue en vano. Cansada y rendida se lanzó sobre su cama y se deshizo en lágrimas.

Y llegó otro día. Como era sábado, Antonieta solo trabajó media jornada, aunque trabajar fue un decir, porque todo el tiempo estuvo acongojada por la desaparición de su mascota. Llegó a su edificio y le preguntó a Juvencio si alguien había dado razón del gato. “Si apareció”, afirmó el portero. Y en efecto el gato sí había aparecido, pero muerto. Sin mayor empatía, el celador condujo a Antonieta al lugar donde repasaba el cuerpo inánime del rollizo felino. Al parecer lo habían envenenado.

Coincidencialmente el domingo era la asamblea de copropietarios y Antonieta aprovechó la oportunidad para denunciar la muerte de su entrañable compañero de vida:

_ En este edificio yo tengo que convivir con criminales. No les basta con no respetar ninguna norma de convivencia, sino que además matan a las mascotas.

_ Cuide su lengua, señora, que usted no tiene pruebas de que ninguno de nosotros haya matado a su gato –interrumpió Marta, la vecina ruidosa-. Ese animal apareció muerto afuera del edificio. Seguro que fue alguien de afuera. Y a final de cuentas la culpa fue suya por permitir que ese animal se le volara.

_ Con todo el respeto, señora, pero a esos animales los dejan salir y se terminan cagando en cualquier parte. Luego quién se aguanta el olor –opinó otro vecino.

_ A la larga si piensa que nosotros somos bullosos y asesinos de animales y de lo peor, ¿por qué sigue viviendo aquí? ¡Váyase a vivir a otra parte! –sentenció Marta con un tono amenazante.

La muerte del gato fue el estímulo que precisaba Antonieta para resolver marcharse de ese edificio en el que solo había encontrado infelicidad. Se dedicó las semanas siguientes a buscar dónde irse y cuando por fin encontró el sitio idóneo y tenía preparado ya todo para el trasteo, encontró un anónimo que le deslizaron debajo de la puerta de su apartamento mientras dormía. En el papel alguien le confesaba que su gato había sido liquidado ni más ni menos que por Marta, su infame vecina. Antonieta arrugó el anónimo entre sus manos y sintió que al hacerlo la ira volvía a salirse de su cauce hasta alcanzar límites sumamente peligrosos. Toda esa rabia condujo sus pasos hacia el apartamento de arriba, tocó la puerta y la recibió quien esperaba que la recibiera.

_ Vieja infeliz y asquerosa, ya sé que usted fue la que envenenó a mi gato –masculló la mujer menuda mientras el enojo palpitaba en sus sienes. Levantó sus manos hacia su robusta rival y comenzó a golpearla, mas no contaba con que esta sacaría una navaja quién sabe de dónde y Antonieta, para su desgracia, no supo cómo defenderse, ya que a diferencia de lo acontecido en su sueño ahora estaba desarmada. Al final terminó haciéndole compañía a su gato.