Lo de
Paola siempre fueron las letras. Mas cuando le dijo a su madre que quería
estudiar literatura, recibió una tajante respuesta: “¡no, con eso te vas a
morir de hambre!” Las limitaciones económicas le impusieron a la espigada
morena nacida en Tumaco la obligación de escoger una carrera más ‘rentable’.
“Viajé a Cali. Me presenté en Univalle para estudiar administración de empresas
y quedé”, cuenta. Pero poco tiempo después resolvió cambiarse a comunicación
social. Sencillamente no pudo huir del influjo de las palabras escritas.
Inició
esa carrera con el anhelo de escribir algún día en un periódico de renombre.
Pero esa ilusión no resistió su paso por la Escuela de Comunicación
Social. Jesús Martín Barbero, a través de sus textos, se encargó de poner a la tumaqueña
en contra de los diabólicos medios masivos de comunicación. “Por eso –recuerda-
cuando debí buscar la práctica profesional no me presenté a El País”.
Descartada
esa alternativa, Paola debió recorrer un sendero pedregoso para ejercer su
pasantía. Primero lo intentó en un instituto de la Universidad. Sólo resistió
un mes allí. “Durante ese tiempo lo más parecido a lo aprendido en la
carrera que pude aplicar fue corregirle unas comas a un texto del jefe. De
resto lo único que hacía era sacar copias, organizar cuadros en Excel… ¡Y
también aprendí cómo doblar planos de arquitectura!”, relata con una sonrisa
dibujada en su rostro.
Presa de
la frustración solicitó en la Escuela un cambio de práctica. Pasó a vincularse
a un programa del Canal Universitario donde enfrentó una nueva decepción:
“Ninguna de mis ideas le gustaba al director de ese espacio. Me decía que
estaba MFT, ‘miando fuera del tiesto’, porque yo quería hacer programas sobre
lo que significa la universidad pública desde una perspectiva política. Es que
en ese canal le apuestan a otras cosas porque ya tienen programado el chip de
lo que el mercado quiere. Por eso allá uno ve más gente de universidades
privadas que de Univalle”. Ante la avalancha incesante de negativas, Paola optó
por renunciar. A final cumplió con el requisito de las pasantías en la
Facultad de Humanidades de su alma máter. Debió redactar boletines, tomar fotos
y cubrir eventos.
Tras
entregar su tesis la morena del Pacífico ni siquiera intentó buscar trabajo
pues sencillamente ignoraba para qué era útil. “En la universidad
aprendés a comprender a Sloterdijk, pero finalmente no sabés en qué
te vas a enfocar para trabajar. No tenés un saber específico aplicable”, opina.
Y agrega que: “uno está encapsulado en la Escuela y cree que es el gran
investigador, el artista, el cineasta, pero cuando sale uno se da cuenta de que
lo ven como alguien que pone carteleras, coge un teléfono y hace boletines”.
Reconoce,
por supuesto, que algunos comunicadores univallunos han logrado descollar en el
terreno artístico, la producción audiovisual, etc., “pero a costa de ganar
méritos trabajando ad honorem o apoyados por los papás. Muchos no
podemos darnos ese lujo”.
En
efecto, Paola tenía que responder por el arriendo, la comida, los servicios.
Para su fortuna una oportunidad tocó a su puerta: “Un profesor, una
semana antes de mi grado, me comentó sobre una vacante en CISALVA. Mandé los
papeles y me seleccionaron para trabajar por un año”, relata. Pero ya está
próxima la fecha en que terminará su contrato y ésta vez sí se ha puesto en la
tarea de buscar empleo: “Me he metido a Computrabajo y ha sido una desilusión.
A veces me dan ganas de ponerme a llorar”.
A la
escasez de ofertas para comunicadores se suma el pobre acompañamiento que da la
universidad a sus graduandos para que se engranen en el mundo laboral.
“Yo me he metido a la página de egresados y como que nunca funciona”, sostiene
la comunicadora. Algunos de sus compañeros para suplir ese vacío institucional
“mandan ‘fantásticos’ correos con ofertas de empleo que exigen experiencia de
10 años. Son cosas inalcanzables para gente como uno que apenas hace un año se
graduó”, anota indignada.
A pesar
de todo Paola puede sentirse relativamente afortunada. Con tristeza señala que
varios de sus compañeros están desempleados y cuando consiguen algún trabajo:
“dura tres meses y es por prestación de servicios”. Hace poco oyó de labios de
un amigo una historia que la aterró: “me contó que él tenía una amiga
comunicadora que a pesar de tener dos maestrías trabajaba en un lugar como
correctora de estilo y le pagaban el mínimo”.
Preparándose para huir
Al igual que la tumaqueña, Eliana estudió en Univalle por limitaciones
económicas. “Pero igual –aclara- nunca deseé otra institución, pues no hubiera
encajado social, ideológica, política y visualmente en una universidad
privada”.
Ejerció su pasantía en El País. Dentro de ese tradicional rotativo experimentó en carne propia lo
que muchas veces leyó en textos de investigadores, periodistas y sociólogos:
“comprobé que los medios de comunicación en Colombia son empresas al servicio
del capital y de un monopolio histórico de unas cuantas familias. Por ser
empresas económicas -y no sociales como lo demanda la Ley- se venden al más
poderoso: al gobierno de turno, que normalmente en nuestro país, aunque se
disfrace de demócrata, es facho”, sentencia.
Al final
concluyó que el comunicador que se vincula a esos medios debe entregar todas
sus “disposiciones ideológicas y éticas” a su editor “para que al otro día
publiquen un periódico comercial y de acuerdo a los intereses de sus
aliados económicos”. Curioso resulta que una mujer de un espíritu tan crítico
se decidiera por El País para sus prácticas, pero como ella misma relata
jocosamente: “la verdad antes de entrar allá nunca lo había leído”.
Tras su salida de ese medio, Eliana no se ha visto forzada a iniciar la
frenética cacería de un empleo porque cuenta con un negocio familiar que es su
sustento. Divide su tiempo entre la atención de ese ‘chuzo’ y un curso de
inglés con miras a buscar becas de postgrado en otro país. Durante ese proceso
ha descubierto que: “al diseñar tu hoja de vida para aspirar a una beca es
preciso que incluyas hasta el más mínimo taller, porque debes competir con
muchas más personas que sueñan con huir de un país que brinda pocas
posibilidades investigativas y académicas a los profesionales, limitándolos así
a engrosar las filas de empleados con bajos salarios”.
Prefiere Eliana buscar en otra nación lo que no encuentra en la suya
propia, antes que someterse a ser una “profesional” que a cambio de mejorar su
estatus y recibir un “buen” sueldo, “entrega a una empresa las horas
irremplazables de su vida y las experiencias que no vivirá por estar en un
cubículo, desde las 8:00 am hasta las 9:00 pm, escribiendo lo que a su jefe
editor le parezca bueno”.
Sólo
somos un nombre
A
Christhian, también comunicador de Univalle, lo embarga la sensación de haber
despilfarrado su tiempo entregando una cantidad infinita de hojas de vida vía web
y en persona. “Hoy en día sólo buscan comunicadores organizacionales y
uno se enfrenta además al estigma de ser egresado de una universidad
pública. Tanto es así que en varias entrevistas de trabajo he tenido que
responder ‘no, yo no soy de los que tiran piedras’”, revela.
Devolverse
a su tierra natal, Roldanillo, fue la única opción que le quedó al ver que en
Cali “no resultaba nada”. En 2004 había abandonado ese municipio enclavado en
el Norte del Valle para estudiar comunicación, carrera que pensó le ofrecería
mejores oportunidades que una licenciatura en literatura, la otra opción que
había contemplado. “Ahora trabajó medio tiempo en una sala de internet y me he
visto forzado a seguir viviendo con mis padres”, confiesa con cierto malestar.
Ha llegado al punto de implorar ayuda a políticos de su ciudad sin que esos
ruegos hayan tenido eco.
¿Y qué
papel ha jugado la Escuela de Comunicación en la crisis que lo agobia? “De
parte de la Escuela no siento más que el olvido”, responde con amargura el
joven de límpidos ojos azules y una estatura que rebasa el 1.80. Cuenta que ha
pedido ayuda para ubicarse laboralmente a distintas personas vinculadas a ella,
“pero a la fecha no la he recibido”. En cuanto a la división de egresados, para
él no pasa de ser un chiste: “Hace un año me gradué y está es la hora en que ni
siquiera puedo acceder a sus bases de datos en internet para buscar empleo,
dizque porque mi acreditación como egresado está en proceso. ¿Cómo es posible
que se tarden tanto en realizar un trámite tan sencillo?”, denuncia.
Pero no
todo ha sido tan malo. A diferencia de Paola y Eliana, el roldanillense fue
afortunado con su práctica profesional. “Fue excelente en términos
académicos –asegura- Escribí varios artículos para el periódico universitario La
palabra y recibí una nota final muy alta”. Sin embargo, el pago que
recibía no era el mejor y por eso no siguió colaborando en ese impreso una vez
concluyó el periodo de práctica.
¿Y qué
hay de sus compañeros de estudio?, ¿También se han visto a gatas para ejercer
su carrera con dignidad? Contesta que algunos devengan un salario mínimo a
cambio de trabajar en periódicos de corto tiraje o virtuales. “Sé del caso de
una compañera que labora para una compañía grande, pero sólo percibe un sueldo
de $800.000”, añade. Para él ello obedece a que: “Los comunicadores de Univalle
no tenemos cabida ni en el gremio del arte, ni en el de la educación y a veces
ni siquiera en el de los medios. Y el enfoque investigativo de la Escuela no
tiene mucho espacio en el sector empresarial. Allí buscan comunicadores
organizacionales. O técnicos en comunicación, expertos en manejar cámaras y
cables”.
Además,
según Christhian, los univallunos están en desventaja frente a los autónomos,
javerianos y santiaguinos porque. “sus universidades gozan de una buena
reputación que Univalle no tiene y porque en verdad reciben de ellas un apoyo
palpable; no como en Univalle donde apenas somos un nombre en sus registros de
egresados”.
Javeriano
llama javeriano
Sin
embargo el graduarse de una universidad privada no es garantía de éxito laboral
y de ello puede dar fe Diana, una joven comunicadora de la Universidad
Javeriana. Se inclinó por ese alma máter a instancias de su tío. Desde muy
pequeña le oyó decir una frase que se le grabó en la mente: javeriano ayuda
javeriano. “Tanto él como mi mamá estudiaron contaduría, ella en la Libre y él
en la Javeriana. Se graduaron casi al mismo tiempo, pero él siempre consiguió
mejores trabajos. Y todos los obtuvo por amigos de su universidad”, cuenta.
Diana
siempre soñó con pararse frente una cámara, pero para asegurar aun más su
futuro profesional estudió comunicación con enfoque organizacional “porque
aparentemente tenía más demanda”. No tardó, sin embargo, en darse cuenta de que
no transitaría sobre un lecho de rosas por el sólo hecho de haberse
especializado en ese campo. Aunque le fue muy bien en sus prácticas al
final por diferencias con su jefe directo no pude continuar allí. Debió
entonces buscar empleo. “Pero pasaron los meses y no conseguía nada en
organizacional”, recuerda.
A pesar
de su gusto por el periodismo, nunca se atrevió a llevar una hoja de vida a
periódicos o emisoras: “una profesora –explica- me frustró diciéndome que
redactaba muy mal, entonces me convencí de que lo impreso no era lo mío. Y en
radio jamás supe a quién llevarle una hoja de vida, pues no tenía los
contactos. Si te metes a una página de empleo nunca vas a encontrar que Caracol
Radio necesita locutor. Todo es voz a voz”.
En cuanto
a la televisión se enfrentó a un problema de medidas. Pero no aquellas que
tasan el nivel intelectual de las comunicadoras, sino las que calculan el
tamaño de sus culos y tetas. “Los medios lo que necesitan son viejas que estén
buenas. Si vas a un casting, ves ese tipo de mujeres. Y obviamente yo, la
gordita y bajita, al lado de ellas no tengo mucho que hacer por más que lo haga
bien”.
Tras
cinco meses desempleada, Diana visitó el colegio donde estudió su bachillerato
para ofrecer sus servicios como comunicadora aunque no recibiera paga. Su
estrategia le funcionó: “me contrataron por prestación de servicios. Me pagaban
un salario integral y yo tenía que sacar de ahí lo de mis prestaciones. Fue
difícil porque el colegio es cristiano. Yo, por ejemplo, manejaba la emisora
escolar y las directivas se molestaban por el volumen de la música, así los
estudiantes estuvieran en pleno recreo. Además revisaban con lupa las letras de
las canciones que ponía”, confiesa.
En el
plantel trabajó un año pues se cumplió el contrato laboral. Meses después
encontraría un nuevo empleo, pero no producto de las hojas de vida que repartió
a diestra y siniestra, sino gracias a la ayuda de una amiga de la Javeriana.
“Por ella entré a un proyecto en la Univalle que duró tres meses. Creo que es
el mejor trabajo que he tenido. En cuanto al pago lo único malo es lo demorado,
pero igual uno sabe que la plata esta fija”, narra la joven con cierta
añoranza.
Pero así
como Diana ha sido rescatada de las garras de la desocupación por sus amigas
javerianas, también ha perdido oportunidades por carecer del contacto adecuado.
Es que aquella máxima de Arquímedes, “dadme una palanca y moveré al mundo”, sí
que se aplica en el mundo laboral. Luego de terminar su labor en Univalle fue
llamada a una entrevista en una empresa x. Una muchacha de su universidad que
iba en un semestre inferior también fue convocada. “Ella como experiencia sólo
tenía la práctica –relata-. Comenzamos muchos el proceso de selección y en la
última fase quedamos ella y yo. Al final la eligieron a ella””.
”A mí sí
me quedó la espinita –admite- Yo pensé ‘tan chistoso, ella apenas tiene la
práctica y yo que tengo práctica más otros tres empleos, ¿cómo es esto?’ Ese
mismo día me metí a su twitter y leí que le escribió a alguien ‘Amiga,
mañana nos vemos en mi primer día de trabajo’. De ociosa me puse a averiguar y
descubrí que esa amiga tenía un cargo muy importante en la oficina de
comunicaciones de la empresa”.
La crisis
laboral también ha tocado a sus amigas de la Javeriana. “Una de ellas –revela-
atiende quejas y reclamos en una empresa de telefonía celular. Lleva dos años
allá y sin embargo siempre sigue buscando, porque obviamente si uno estudió
algo es para ejercerlo. Pero no ha conseguido nada. Otra está trabajando en la
notaría del papá como su asistente”.
Afortunados,
así deberían sentirse Diana y sus tres pares univallunos por haber logrado
hacerse al anhelado título profesional, hazaña nada desdeñable en un país donde hay
más de tres millones de bachilleres que nunca accedieron a la educación
superior. Pero la realidad fuera de las universidades sólo les ha ofrecido
desocupación o empleos precarios y contrarios a sus expectativas y
convicciones. Es en ese instante cuando la carga simbólica que reviste al
diploma universitario, representada en una fastuosa ceremonia donde los
“futuros profesionales” lucen elegantes togas y birretes, se desvanece. A
fin de cuentas un cartón sin tetas, sin palancas, sin experiencia de 10 años es
sólo eso… un cartón.