jueves, 23 de septiembre de 2010

30 paramilitares

Eran dos espacios. Uno grande  y uno pequeño separados por un muro de cristal. En el recinto pequeño convivían 30 paramilitares en completo hacinamiento. Al otro lado del cristal se concentraban los representantes más heterogéneos de la sociedad colombiana. Ingrid en un rincón lloraba porque se repetía un injusto cautiverio. Los insultaba a todos, se desesperaba y estaba a punto de volverse loca. Shakira aullaba como una perra y contoneaba sus voluminosas caderas. Espesas babas chorreaban de la boca de los paras por sólo verla. Era obvio que esos violadores en potencia no dejarían ninguna mujer intacta si lograban escapar de su prisión. Yidis recordaba como gracias a su cambio de voto un Presidente de la República pudo ser reelegido. Claro que en ese cambio hubo prebendas de por medio. Luego de que el escándalo salió a flote la cara de Yidis se hizo conocida. Ella era el símbolo de la corrupción del poder y del poder de la corrupción. Alexandra tocaba su flauta traversa. Su madre desde pequeña la empujó a volverse experta en la ejecución de su instrumento. Eliana, la guerrillera, miraba con profundo odio a los paracos encerrados. Deseaba ardorosamente tener en sus manos una motosierra para descuartizarlos; deseaba devolverles el daño que -ella suponía- ellos habían hecho.

Todos estaban obligados a compartir el pequeño espacio, a soportar sus humores corporales y emocionales. Era una bomba de tiempo que en cualquier momento estallaría y cubriría de mierda varios kilómetros a la redonda. Todos se preguntaban quién sería la mente macabra que los había confinado en ese horrendo espacio. Todos se preguntaban porque los obligaban a convivir tan cerca de peligrosos paramilitares capaces de las peores atrocidades. Quizás no entendían que esos paramilitares eran un reflejo de las muchas facetas que componen la mente humana y a la sociedad colombiana. Eran el reflejo de la sevicia, el odio desmedido, la crueldad, las ganas de destruir al rival, en fin tantas cosas demasiado complejas como para que el imbécil que escribe este relato las pueda describir.

Cuncio era el artífice de todo, pero callaba. Bailaba en bóxer sosteniendo dos enormes triángulos de cristal con las manos. Miraba insistentemente a los hampones tras el cristal y secretamente deseaba que lo encerraran con ellos, para así ser víctima de una violación. Cuncio tenía una mente enferma y esa faceta de su personalidad se encarnó en 30 monstruos que en cualquier momento romperían el cristal, y arrasarían con lo que hubiera a su paso.

El cristal representaba el único resquicio de conciencia que le quedaba a Cuncio. Un muro que contenía su yo más depravado. Una pared de vidrio a la que se aferraba porque era la única garantía para no convertirse en un ser despreciable.

Germán, el enfemo de Sida, miraba con ternura a Cuncio. Era homosexual al igual que él y entendía que el demonio violador de mujeres era el resultado de una sociedad máldita que obligó a Cuncio a desarrollar un yo heterosexual. Acompañando a los desviados estaba Carlos Giraldo, el presentador de Sweet e ícono de los gays que salen del clóset. Sobre su silla de ruedas los miraba con desprecio la vieja Lilly, representante de una sociedad antigua y rancia, que miraba con recelo todo lo que se alejará del orden católicamente establecido. Ana, la morena, se desvistió y comenzó a bailar desnuda. Los paras empezaron a calentarse. Sus hormonas empezaron a bullir. La  temperatura subió y el cristal se empaño. La líbido es una energía que nunca se destruye, es indomeñable.

"Màlditos paracos heterosexuales", pensaba Cuncio. La envidia lo calcinaba por ver que los paramilitares dirigían sus lascivos ojos hacia la morena y hacia Shakira, mientras a él ni siquieran lo determinaban.
Algunos, incluso se burlaban y le decían groserías. Cuncio agitaba los triàngulos con violencia deseando con ello decapitar a los paras que él mismo se encargó de crear.

Todos chillaban y se quejaban: Ingrid, Yidis, la Negra Candela, el 'mono' de Sweet, la guerrillera, alexandra, el sidoso, la morena. Shakira seguía meneando las caderas.

Cuncio continuaba bailando y deseaba que su poca sensualidad se incrementara a la enémisa potencia y atrajera a los paras, pero eso no ocurrió. Sudaba, sufría. Odiaba las caderas de Shakira, el cuerpo de la morena. Le daba rabia que gente como Yidis e Ingris estuvieran compartiendo espacio con él; ¿a cuenta de qué estaban allí? ¿Su presencia valdría la pena simplemente para representar las mil facetas de los colombianos o los símbolos de esta tierra?

La flauta sonaba. La morena saltaba. Shakira aullaba. Los aullidos subían de tono. Eran exasperantes. El calor aumentaba.

Al final el cristal se rompió en mil pedazos.

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