jueves, 22 de octubre de 2015

INCAPAZ DE SUICIDARME

Siempre he pensado que una posible solución para todos mis problemas es el suicidio. Acabando con mi vida logaría expiar mis culpas producto de albergar en mi mente los pensamientos más depravados. Autoeliminándome podría dar fin a una existencia miserable y patética que ha estado marcada por una verdad irrefutable: Dios me envió a este mundo para regodearse con mis tragedias, para disfrutar de mis eternas desgracias porque no cabe duda que ese ser ha conspirado para que yo siempre transite en el filo de lo patético.

Sin embargo existe un pequeño problema para que yo finalmente decida acabar con mi vida: le tengo pavor al suicidio y al dolor que éste conlleva. No tengo las agallas para matarme. Sí, agallas, porque así digan que el suicidio es un acto de cobardía -lo cual en parte es cierto porque se constituye en una salida fácil para los problemas-, no se puede desconocer que para llevarlo a cabo se necesitan huevos. Se necesitan huevos para tirarse desde un puente o el piso alto de un edificio para estrellarse contra el asfalto o sumergirse en un hondo mar; se necesitan huevos para cortarse las venas; se necesitan huevos para descerrajarse un tiro en la sien, para clavarse un cuchillo en el vientre; se necesitan huevos para ingerir un veneno mortal... y así un amplio etcétera.

Yo no sería capaz de lanzarme desde una ventana situada en el quinto pinto de un edificio porque sencillamente sufro de acrofobia. Además el sólo pensar en el dolor que sentíría al chocar contra el duro suelo o al ahogarme en un profundo cuerpo de agua me aterra sobremanera. Es más, el sólo vértigo que sentiría durante la caída me disuade de cometer ese acto.

Tampoco sería capaz de cortarme las venas. El sólo imaginarme el dolor de infligirme heridas en las muñecas me produce escalofríos.

Y sin duda lo pensaría más de 100 mil veces hasta de ingerir algún veneno que me causara la muerte. Hace varios años vi en televisión la historia de un hombre que intentó suicidarse consumiendo uno de esos productos químicos para el aseo del hogar. Lejos de lograr su cometido, el tipo en cuestión sobrevivió, pero con una marca de por vida: Su esófago se "disolvió" dejando como rastro una protuberancia escalofriante que le recorría desde la garganta hasta el vientre. Desde entonces he sentido pánico de decidirme a tomar límpido o algún producto así para acabar con mi existencia, no sólo por el riesgo de sobrevivir, sino de hacerlo con graves secuelas. Y conociendo mi colosal mala suerte es muy factible que ello ocurriera.

En lo referente a clavarme un cuchillo en el vientre, ya he dejado lo suficientemente claro mi pavor al dolor. Por ese miedo y por el miedo a sobrevivir también quedarían descartados otros métodos más extremos como autoincinerarme.

Sólo quedarían dos opciones: recurrir al pepazo en la sien. Pero habría que resolver otro problema: dónde conseguir el revólver. Y por último, una alternativa aparentemente indolora y menos truculenta: dejarme morir de inanición. Ya veremos si algún día venzo mis ancestrales temores y decidó abandonar este mundo cruel.


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