martes, 16 de noviembre de 2010

Silverio, el patético

Silvero siempre ha sido un ser patético y su vida siempre ha sido patética. Pareciera que el universo conspirara para que siempre cometiera todo tipo de torpezas. Eso le quedó bien claro cuando un manojo de cilantro que compró por encargo de su madre se le enredó en una cerca. Hacía muchos años en aquel mismo sitio una bolsa donde cargaba tomates se rompió; éstos se esparcieron por todo el suelo justo al frente de un sujeto repugnante y pedante que iba a acompañado de dos bellas mujeres. Silverio sintió una verguenza enorme que no le cabía en su pequeño cuerpo. ¿Por qué esa máldita bolsa se había roto? ¿Por qué ese puñetero cilantro se había enredado en la cerca? ¿Acaso todo era un plan urdido por un Dios maligno que odiaba a Silverio y le recordada a cada instante que había nacido para hacer el rídículo, para servir de burla a los demás?

Lo cierto es que Silverio era un ser tremedamente distraido y esa era la causa de sus torpes actos. Días atras compró un pan en una tienda. Recibió las vueltas, pero olvidó llevarse el alimento. En otra ocasión dejó olvidado su móvil en una cabina de internet. Se dio cuenta justo cuando atravesó la Calle. El afán por recuperar el objeto lo lanzó a ella sin mirar a los lados; naturalmente un jeep por poco se lo lleva por delante y se ganó sendos insultos de su conductor. Silverio había nacido para distraerse, para olvidar objetos y para cometer torpezas que hacían que ansiara ser devorado por la tierra.

Pero no sólo eran los olvidos los que contribuían al patetismo que envolvía a Silverio. La misma personalidad del joven -demasiado cándida, demadiado boba, demasiado débil, demasiado pusilánime- ayudaba bastante. En alguna ocasión dos malvados compañeros del colegio le amarraron los cordones de uno de sus zapatos con los del otro par. En vez de quitárselos Silverio resolvió andar con ellos como si fuera un pinguino. Su papá al darse cuenta montó en cólera. Ese hombre alguna vez mandó al bobo a comprar algodón de azúcar. El vendedor al ver al flaco párvulo lo mandó a comprarle una libra de azúcar y en su ingenuidad Silverio accedió. El papá al darse cuenta también montó en cólera. Silverio era estúpido. Alguna vez pisó mierda de perro y entró al salón con los zapatos embadurnados de ella. Fue la burla del salón.

Era demasiado atolondrado, demasiado dormido, demasiado pasivo. Siempre estaba un paso detrás y analizaba las situaciones con una candidez que reñía con un mundo dominado por la perversión, y que se traga vivos a los débiles. Silverio pagó cara su estupidez. Siempre se golpeaba la cabeza al montar en colectivo. O se embrollaba cuando tenía que cargar muchas cosas en las manos. Algunas vez se internó en un bosque y un negro acuerpado le prometió sexo. Silverio sabía que todo era un engaño, pero le siguió el juego al afro y terminó siendo robado y puesto en ridículo. En innumerables veces niños ladrones le salieron al paso y él no tuve de otra que salir corriendo como una rata miserable.

Y mientras tanto perdía billeteras con plata. O se tropezaba en plena calle y caía de jeta. O empezaba a moverse torpetemente delante de personas que sí eran avispadas, avionas. Mientras tanto se consumía en la verguenza y en la frustración por ser tan débil, tan bobo, incapaz de actuar con energía, de tener carácter para enfrentar este fiero mundo. Pero quién sabe. A lo mejor alguna vez se invierte la ecuación y aquellos avispados, aviones, corajudos que han detentado el poder por años, terminen consumidos en las llamas del infierno.

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