miércoles, 13 de febrero de 2013

DEBERÍAN SER ATEOS

Alejandro Ordóñez, nuestro recientemente reeligido Procurador General de la Nación, se ha granjeado fama de católico foribundo. Sus defensores pueden arguir que en este país hay libertad de cultos y, por tanto, a nadie se les puede descalificar por sus convicciones religiosas. En parte tienen razón, pero en el caso de un funcionario público cuando los dogmas de su fe determinan las decisiones que toman, ahí nos encontramos en serios aprietos.

Y es lo que pasa con el jefe del Ministerio Público. Le ha ordenado a sus subalternos iniciar una cruzada en contra de la despenalización del aborto en tres casos específicos, decisión adoptada en el 2006 por la Corte Constitucional. También ha liderado una campaña contra la homosexualidad. Y si el Congreso o la Corte Constitucional se arriesgan a avalar la adopción de menores por parte de parejas del mismo sexo, a nadie le puede caber duda que el Procurador se valdrá de todo el aparato de la entidad que preside para oponerse a esa decisión "contra natura".

La religión es uno de los inventos más peligrosos que ha creado el hombre. Y cuando ésta enceguece a sus fieles devotos, el resultado suele ser nocivo. Todos los cultos ingeniados por el hombre -llámese Catolicismo, Hinduismo, Protestatismo, Islamismo- legitiman y justifican el machismo, la misoginia, la avaricia y la homofobia. En el caso de la religión Católica, es una de los que más se identifica con los regímenes de derecha (no olvidemos que Jesús está a la diestra de Dios Padre). Y también se ajusta a la perfección a los postulados del capitalismo (tampoco podemos olvidar aquella máxima según la cual es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre al reino de los cielos; en pocas palabras ser pobre es una bendición).

En pocas palabras tenemos en Ordóñez Maldonado a un funcionario de derecha que siempre llorará más por su ojo diestro que por el siniestro, así trate de convencernos de lo contrario. Podríamos concluir diciendo que todos los funcionarios públicos deberían ser ateos, o al menos deberían ser capaces de evitar que su fe oriente las decisiones que toman. Qué tal que todos los jueces fueran homofóbicos; lejos de condenar a quien asesine a un homosexual, lo absolverían al instante sin necesidad de juicio.

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