sábado, 12 de noviembre de 2011

PENÉPOLIS

Sonia no lo dudaba ni un instante: en el lugar donde había nacido no valía nada por ser mujer.  Penépolis se llamaba ese sitio  y allí las mujeres sólo tenían tres alternativas: ser amas de casa, ser empleadas domésticas o ejercer la prostitución.  Desde chicas se debían enfrentar a la terrible posibilidad de ser violadas por cualquiera al que se le antojara hacerlo porque dicho acto ni siquiera  estaba tipificado como delito en el código penal.  Ciudadanas de cuarta categoría, eso eran las féminas en ese villorrio miserable  y  sólo podían lograr cierto estatus si explotaban su dimensión puramente sexual.  Silvia, la hermana de Sonia, era un fiel ejemplo de ello: desde joven se dedicó a la prostitución y transformó su cuerpo para hacerlo lo más tentador posible a los ojos de los hombres.  Aumentó el tamaño de sus tetas, se sometió a varias  liposucciones y se convirtió en asidua visitante de los gimnasios;  gracias a ese ‘arduo esfuerzo’ logró atrapar a un hombre bastante acaudalado.  Sonia la odiaba profundamente porque encarnaba las perversiones de  un sistema social que para ella era terrible. Pero pensar así era un riesgo.  Semejantes ideas subversivas eran duramente castigadas en Penépolis.  El feminismo era perseguido y la homosexualidad masculina era condenada con la muerte. Las lesbianas eran obligadas a servir de meretrices en procura de curarlas de su 'enfermedad'.

El Gobierno de Penépolis estaba a la cabeza de un Alcalde cuyo despacho se situaba en  un enorme edificio en forma de falo ubicado en el centro de la ciudad. Todos los funcionarios públicos eran hombres, incluidos jueces y miembros de la Fuerza Pública. Y sólo los hombres tenían derecho a la propiedad privada y a la libre creación de empresas.  El acceso a la cultura era también su monopolio: las mujeres no podían ni siquiera aprender a leer.  Sin embargo los seres humanos siempre se las arreglan para burlar las dictaduras y varias mujeres de manera clandestina no sólo aprendieron a leer, sino que hacían circular panfletos que llamaban a la rebelión contra la dominación masculina. Sonia leía con fervor esos escritos virulentos e incendiarios. Y admiraba profundamente  a Petra, una guerrillera que durante años sembró el terror en las afueras de Penépolis emasculando a los de su sexo opuesto. Fue capturada y condenada a ser violada por una veintena de hombres que la volvieron pedazos.

Sonia  era fea y acentuaba su poco atractivo vistiéndose  desaliñadamente. Además era  lesbiana. Trabajaba haciendo aseo en la sede de Gobierno. Con los pocos centavos que ganaba pagaba el alquiler de una habitación miserable y gris, infestada de cucarachas, donde el  suministro de agua era interrumpido por horas enteras.  El 80% de las mujeres en Penépolis padecían esa misma pobreza.  Silvia casi nunca la visitaba. Pero cierto día decidió hacerlo pues tenía una propuesta que hacerle.  La voluptuosa hembra entró a la pequeña alcoba de Sonia sin poder ocultar la repugnancia que sentía.

_  Usted me da lástima -fue lo primero que atinó a decir-  Cada vez que la visito me alegro más de la vida que tengo.
_  ¿Si es así a qué viene?- replicó Sonia.
_  Necesito una empleada del servicio en mi casa. Necesito que sea usted, porque es la única persona de confianza que conozco.
_ No me interesa- contestó Sonia con rapidez.
_ Debería alegrarse de que le ofrezca salir de este maldito hueco. En mi casa va a estar mejor...  al menos es una casa limpia...
_  No me interesa. Yo no nací para ser una sirvienta, una esclava.
_  ¿Y acaso donde trabaja no lo es ya? Le parece muy digno lo que hace en la sede de Gobierno.
_  Al menos aquí tengo algo de independencia. Si aceptó su propuesta  voy a perder  la poca libertad que tengo.
_ Algún día se va a arrepentir de haberse dejado meter tantas cucarachas en la cabeza. Usted sabe que aquí a las rebeldes  les va muy mal.

Llena de cólera Sonia  le replicó a su hermana:
_  Algún día todo cambiará. No hay mal que dure mil años.
_  Ilusa, usted está buscando que la maten.
_  Pues yo prefiero la muerte a tener que seguir soportando esta situación miserable.

Un gesto de rabia  se dibujó en el rostro de Silvia y se marchó. De camino a su casa recordó que su marido era un ser grotesco, gordo,  agresivo, que  además la obligaba a besarse con mujeres, ingerir heces y a dejarse penetrar por decenas de hombres delante de él.

Sonia estaba decidida. No quería soportar más el yugo de los hombres. Estaba hastiada de tanta soberbia,  corrupción y egoísmo.  Sabía de la existencia de un movimiento clandestino que con ayuda de homosexuales cómplices en las Fuerzas Armadas había conseguido armas y explosivos, y de manera esporádica realizaba atentados bajo la consigna de reinvindicar los derechos de las mujeres.  El establecimiento fingía menospreciar esos actos de terrorismo,  pero vigilaba celosamente a las mujeres  para detectar cualquier brote de subversión. 

El detonante

En una ocasión Sonia salió tarde del trabajo.  Iba rumbo a su hogar cuando vio en la calle a un hombre, su esposa y su pequeña hija.  De repente el individuo empezó a gritar y agitar sus brazos. Al parecer le reclamaba a su compañera por algo. Se volvió un energúmeno y le asestó un fuerte a la mujer, tan fuerte que  ella cayó al suelo.  La niña rompió en llanto al ver la escena  y el  sujeto  decidió  patearla.  Por el lugar deambulaban muchos hombres y ninguno intercedió por las agredidas.  Algunos incluso se burlaban.  Indignada, Sonia salió en defensa de su género.  Pero el violento agresor apagó sus ánimos propinándole un puño que casi le desfiguró el rostro. 




Esa vivencia se grabó en su mente. Y a partir de entonces se  obsesionó con la loca idea de ver en ruinas el edificio en forma de pene erecto en donde trabajaba todos los días a cambio de una mísera paga.

Pasado un mes aproximadamente recibió una llamada inesperada:
_ Sonia...  estás interesada en servir de acompañante...  el pago no es mucho, pero te irá mejor que siendo aseadora.

Ella sabía que le hablaban en clave.  Sus peticiones habían sido escuchadas:  había sido invitada a una reunión del movimiento clandestino al que deseaba enrolarse.  Llegó a una casa vieja y  desvencijada.  Entró y alguien la condujo a un sótano.  Allí una mujer de aspecto indómito a la que llamaban "Yidis" arengaba a varios hombres y mujeres presentes:

_  Necesitamos un acción grande y contundente.  Necesitamos  atacar al símbolo de la tiranía. Nuestro objetivo es colocar una bomba en la sede de Gobierno.

_ Qué idea tan estúpida  -aseveró alguien entre la multitud- , eso es imposible, ese edificio está ultra protegido.  Nunca podremos atentar contra él.
_ Eso es falso -replicó Sonia- esa seguridad no es inexpugnable. El alcalde y los hombres que trabajan allí dan por sentado que nunca los van a atacar.
_ ¿Quién es usted?-  dijo la mujer que dirigía la reunión.
_ Soy Sonia, trabajo de aseadora en ese edificio.
_  ¿Y por qué está aquí?
_  Quiero pertenecer a ustedes. Odio a los hombres, los desprecio como no tienen idea. Yo estoy dispuesta a hacer lo que sea. A sacrificar mi propia vida con tal de acabar con este régimen.

Esas palabras sellaron su suerte. Pero había que probar qué estaba dispuesta a hacer. La primera prueba que debía superar era 'sencilla': seducir a un hombre para después castrarlo.  Sonia no era capaz de usar armas blancas, las odiaba. Así que les propuso a los miembros de la organización terrorista cambiar el método de castigo.

_  ¿Puedo quemarle el miembro con ácido o con fuego si es preciso?-  preguntó.
_  Adelante - contestó la líder, con un tono irónico. Le había hecho esa propuesta en broma y pensaba que nunca se atrevería a realizarla.

Al día siguiente Sonia se arregló lo más que pudo, logrando que aflorara en sí una belleza que todas las mujeres llevan oculta. Se lanzó a las calles y le hizo señas a los carros. Uno de ellos se detuvo.  Su conductor era un sujeto de aspecto vomitivo.  Era su cuñado.  Éste no la reconoció. Fueron a unas viejas cabañas. Ya dentro el sujeto encendió un viejo radio que emitía una música ensordecedora.  Luego se apuró a consumar el acto sexual.  Sonia opuso resistencia.  El hombre decidió forzarla. En ese instante la aterrada mujer sacó una pequeña daga que había escondido en su falda y la enterró en el cuerpo de su cuñado.  Éste lanzó un alarido que se perdió en medio del ruido que inundaba la habitación. Tras la primera puñalada, vinieron muchas más.  Sonia fue incapaz de emascular ese cuerpo ensagrentando.  Asustada salió del sitio  y huyó en el auto de su cuñado que por fortuna tenía vidrios polarizados.
Muchos pensamientos se cruzaban por su mente. No había logrado superar la prueba en su totalidad.  No había tomado fotografías  que probaran el acto. Además se cuestionaba haber cometido un crimen tan terrible.  Había actuado con la misma perversidad que tanto le reprochaba a los hombres.  Pero una voz en su interior le decía que no sintiera culpa y que recordara  la pobreza en la que vivía, los abusos que había sufrido y de los que había sido testigo.

Un sueño cumplido
_  Cuando se lo propuse le hablaba en son de broma. Pero fue capaz.
Esas fueron las palabras de Yidis al ver a Sonia. El crimen era de conocimiento público. Las autoridades habían encontrado el arma asesina y por las huellas dactilares supieron que era Sonia la responsable de la muerte de su propio cuñado.
_ Ahora tendrá que vivir escondida –le dijo Yidis- haremos lo posible por mantenerla oculta… Nunca pensé que usted fuera capaz…
_  ¿Y ahora qué sigue?- interpeló Sonia.
_  Eso ya lo veremos.  ¿Tanto odia a los hombres?
_  Sí.
_  ¿Sabe?,  la admiro.  Se necesita tener agallas para hacer lo que hizo. Si la atrapan no se imagina lo que le pueden hacer.  Una mujer criminal para los hombres es una afrenta para su ego.  Y mucho más una que se aprovechó de la lujuria de uno de esos machos para matarlo. Esa osadía los hombres no la pueden tolerar. Sabe una cosa, dentro de poco asestaremos un gran golpe.

El silencio se apoderó del espacio clandestino en el que estaban. Luego tímidamente Sonia masculló:  "¿Cuál golpe?"  y recibió un "Ya sabrá" como respuesta.

Durante un breve lapso Sonia se dedicó a  labores menores dentro de la organización como repartir panfletos.  Pero a pesar de que tenía que vivir en las sombras y huyendo de todos se sentía más libre que nunca.  Dizfrazada como una indigente burlaba a esa sociedad machista que la perseguía. En las noches repartía esos pasquines cuya lectura tanto la había apasionado. Pero su suerte estaba echada. De nada le sirvió cortarse el pelo, vestirse como un hombre andrajoso y andar sucia y descalza. Las autoridades la capturaron. Era el 16 de marzo, día de su cumpleaños



Lo que ignoraba Sonia  es que camaradas suyos habían fraguado durante mucho tiempo ese golpe definitivo del que había sido advertida hace poco. El plan era simple: el grupo terrorista encontró un aliado en un piloto homosexual dispuesto a sacrificarse por la causa feminista y libertaria. Ese 16 de marzo debía pilotear un avión con varios ejecutivos que viajaban para participar en  una orgía con prostitutas de una ciudad vecina. 


Mientras el avión despegaba, una patrulla policiaca, con Sonia en su interior, partía hacia la sede de Gobierno.  Al parecer el Alcalde había ordenado ejecutar a la guerrillera frente al emblemático falo gigante.  Miles de mujeres serían testigos de su muerte  para ver si así escarmentaban y abandonaban sus ideas subversivas.  Mientras la patrulla se acercaba al patíbulo el avión cambió la ruta fijada y se dirigió a la sede de Gobierno.  Minutos después Sonia disfrutó  la imagen más bella que había  podido contemplar en toda su vida.  Un ave blindada de metal se estrelló contra el pene gigante que terminó desplomándose ante el fuerte impacto. Un gozo para el alma. La castración para un sistema injusto y esclavista.

Fue la última imagen que observo Sonia. Ella fue asesinada y después del atentado se inició una persecución feroz que  aniquiló a todas las mujeres y hombres que pertenecían a su movimiento.

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