jueves, 5 de mayo de 2011

¿De qué escribir?

¿De qué escribir?. Por meses se me va la inspiración. No me nace llevar mis dedos al teclado y llenar una pantalla de letras. Siento que si lo hago sería un esfuerzo mecánico e hipócrita. ¿De qué escribir? De Dios. De ese dios perverso que habita en los cielos y cuyo espíritu voyeurista lo lleva a sentir placer de lo que ve en el mundo. Él es todopoderoso y todo lo ve y lo escruta, por tanto ve a la mujer que es violada; al niño que es maltratado; al patrono que abusa de su poder; al hombre honrada al que le hurtan sus pertenencias; al ser noble que es humillado, condenado a las más horrendas burlas. Las injusticias ocurren ante sus ojos y no interviene porque ellas lo llenan de un gozo morboso y perverso. Es un ser depravado que se regodea con la miseria humana, que se siente excitado al ver como sus creaciones despliegan lo más bajo de sus pasiones como si aquello fuera una macabra obra de teatro hecha para el divertimento sólo de Él.

Pero no hablemos de ÉL. Hablemos de los recuerdos, esos horrendos lastres que pesan toneladas y hacen imposible el vivir. Los ahí de todos tipos. Están los recuerdos de nuestros actos innobles, de nuestros pecados, nuestros abusos, nuestras bellaquerías; aquellos que se convierten en una culpa que se clava en nuestro ser como una daga y que reducen a escombros el pedestal moral sobre el que nos levantamos para sentir que merecemos vivir en el mundo. Esos recuerdos arriban a la memoria, salen de un escondite en el subconciente y nos recuerdan  que somos una basura sin valor alguno.

Están también los recuerdos de los momentos en que hemos hecho el ridículo. Imágenes de las veces en que cometimos una torpeza, fuimos el objeto de las burlas. Recuerdos de los momentos en que otros han abusado de nosotros, nos han tendido en el suelo como un tapete y nos han pisoteado. Cuando esos recuerdos inundan la mente, poco a poco nos empequeñecemos. Nuestro orgullo se desvanece y sentimos que somos muy poca cosa. En alguna parte del corazón nace entonces la rabia, el deseo de vindicar el honor herido, las ansias por vengar la afrenta. Nos llenamos de un odio que nos lleva a desear matar a quien o quienes nos humillaron. Ese odio es una manera de enfrentar esa debilidad que fue aprovechada por otros para humillarnos. El odio nos da una falsa ilusión de fuerza.

Y están los añoranzas. Esos recuerdos deliciosos de los momentos más felices de nuestra vida. Momentos en que vencimos a la Ley de Murphy y las energías malsanas que nos quieren ver desgraciados, y disfrutamos de alegría rebozante. Son recuerdos bellos, que, se convierten en alma de doble filo, porque cuando llegan a nuestra mente y constatamos que no se han repetido ni se volverán ha repetir, nos sentimos miserables. Nos llenamos de decepción al pensar en esos instantes de gloria y compararlos con nuestra gris situación actual.

Por últimos están unos recuerdos extraños: aquellos que se archivaron en el subconiente y nunca emergen. Sabemos que vivenciamos ciertas cosas, pero ya no las recordamos con claridad. Son como un bache en la mente que nos llena de angustia. Sabemos que nos marcaron, como, por ejemplo, los malos tratos del padre, pero por una razón u otra parece que se hubieran borrado del corazón o la memoria.

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