domingo, 3 de marzo de 2019

RELATO DE UN PERDEDOR

Lunes. Terminó el fin de semana y de nuevo debo someterme a la tortura de ir al colegio. Todos dicen que la etapa escolar es la más bonita en la vida de cualquier persona, pero en mi caso no se aplica esa creencia popular; al contrario, cada vez que pongo un pie en el aula es como si me internara en una selva plagada de fieras que no hacen más que dañarme. Pero no me dañan con sus garras y dientes. Lo hacen con sus comentarios y burlas. Todo en mí les genera repulsión: mi carácter solitario y callado, mi excesiva pasividad, los olores pestilentes que despide mi cuerpo. Sí, humores que  reflejan mi podredumbre física que a su vez encierra mi podredumbre moral, pero no voy a detenerme en dar más detalles al respecto. Lo cierto es que todo lo que haga o diga se convierte en excusa para carcajadas hirientes o amargos abucheos. Las burlas no solo vienen de los "populares" del salón. Incluso mi propio círculo de "amigos" se encarga de recordarme cada día lo patético que soy.
En ese grupo de supuestos amigos hay un chico proveniente del eje cafetero al que yo aventajo en estatura por más de 20 centímetros. Todos golpean y humillan sin miramiento a ese pobre pigmeo y sin embargo yo soy incapaz de defenderme de sus burlas. Existe otro al que apoden el boquinche. Al igual que yo, es el hazmerreír del salón y pese a eso tampoco he tenido el suficiente peso en los testículos para responder a sus agresiones. Ese es el pan de todos los días en mi vida.

Martes. Hoy hay clase de educación física y todos mis compañeros esperan con emoción que dé inicio. Yo en cambio daría lo que fuera por no tener que participar en ella. Yo y los deportes... bueno, más exactamente yo y los balones no nos entendemos. Recuerdo una vez que el profesor nos puso a competir en carreras de atletismo. "El que corra con ese tipo termina la carrera sin problemas y si quiere puede hasta tomarse un tintico mientras espera que él termine", anotó irónicamente uno de mis compañeros en esa ocasión. No doy pie con bola ni jugando fútbol, ni baloncesto, ni tenis... el asunto es tan serio que a veces me ponen a jugar fútbol con las mujeres. Perdonen si eso suena machista, pero es la verdad. Volviendo al tema de los balones la verdad es que les tengo fobia. Un día estaba leyendo un libro en pleno recreo -eso da perfecta cuenta de qué tan noño soy- y un estudiante de un grado superior no tuvo empacho de arrojarme una pelota en plena cabeza.

Miércoles. Sin querer he pisado excremento de perro y en medio de mi marcada estupidez no se me ocurre idea mejor que tratar de limpiar la suela de mi zapato con las patas de mi pupitre. Honestamente no sé que me lleva a cometer semejante estupidez. Como no puede ser de otra manera los compañeros no tardan en notar el desagradable hedor. Una compañera acude en mi defensa arguyendo que a cualquiera le puede pasar algo así. No, chica, no a cualquiera le pasan cosas así; experiencias de ese estilo solo las viven quienes fueron mandados a este mundo con el único y expreso propósito de ser el objeto de burlas por parte de los demás. Ya me imagino a Dios, arrellanado en una nube en lo más alto del cielo, estallando en carcajadas al ver cada suceso patético y rídículo del cual soy protagonista día tras día.
Para tratar de borrar el trago amargo que me dejó esa experiencia me aventuro a ir a un prostíbulo. Quiero intentar estar con una mujer. Quiero encontrar en mi algún resquicio de esa hombría que quizás me ha faltado para dejar de fungir el triste rol de tapete que todo el mundo pisa sin reparo alguno. Tomo esa decisión con el temor de representar una vez más un papelón. Soy eyaculador precoz, polvo de gallo, o como se le quiera llamar a ese molesto mal y temo que ese trastorno aparezca en escena, pero no hay tal; no "me vengo" en cuestión de segundos porque mi pene sencillamente no se para, no hay erección. Tanta es la frustración que siento en ese instante que la amargura y desazón que me producen el solo hecho de vivir se incrementan a niveles estratosféricos.

Jueves. Día del amor y la amistad. En la cara de mi amigo secreto se dibuja un gesto muy extraño una vez le entrego su obsequió. De repente se pone de pie aquel que me sacó a mí como amigo secreto. "Mi regaló va a ser muy dulce", espeta y acto seguido me entrega un elemento muy duro envuelto en papel regalo rojo. Deshago el obsequio de su envoltura y me doy cuenta de que es una panela. Todos dentro del aula estallan en unas risas cargadas de odio e inquina, mientras que afuera de ella descubró a la novia de mi verdugo disfrutando de ese espectáculo deprimente. Ya en casa y analizando la situación con  cabeza fría puedo comprender que todo se trató de una trampa muy bien planeada. Desde un momentó el tipo se las arregló para que yo fuera su amigo secreto y preparó el mejor método para liquidarme moralmente, claro está, secundado por sus amiguetes. Eso explicaría la expresión de burla que vi reflejada en mi amigo secreto, la cual sin duda anticipaba lo que se me venía pierna arriba.

Viernes. Llego a mi salón de clases, me paro frente aquel que hace tan solo un día me había sometido al escarnio público y en cuestión de segundos sacó un revólver de mi mochila y le pegó un tiro que impacta en toda su testa. El pobre infeliz no tiene tiempo ni de reaccionar mientras sus amigos observan impávidos y estupefactos. Veo como se desploma y de su sucia cabeza empieza a manar abundante sangre. Por un momento pienso que en vez de sangre debió fluir mierda líquida que es lo que llena la cabeza de ese pobre diablo. ¿Que cómo conseguí el arma? Esas son las ventajas de vivir en un país que garantiza su uso como un derecho constitucional. Hasta las puedes conseguir en una farmacia. No falta quienes aducen que las armas no deben estar en manos de cualquiera, sino que su uso se debe circunscribir a los agentes del Estado. "Las armas las carga el diablo", reza el refrán. Quizás sea cierto. Recuerdo que un amigo me contó que su padre, un militar retirado, en medio de una discusión familiar amenazó a su esposa -es decir la madre de mi compañero- con una pistola. Amenazó a una señora que siempre fue ejemplo de moderación y ecuanimidad.


Pero en fin, en esos momentos de efervescencia y calor, yo no puedo ni quiero reparar en ese tipo de reflexiones. Me percato de que la  novia del muerto se acerca alarmada por el escándalo. Observo fijamente a esa meretriz cuya vagina siempre fue una propiedad colectiva de todos los hombres de ese colegio en el que a mala hora me metieron a estudiar. Me abalanzo sobre ella y por fin ese heterosexual que yacía como sedado en un recodo de mi ser reacciona y me compele a violar a la casquivana con salvajismo.
De repente despierto. Ni mi verdugo murió ni abusé de su novia. Todo resultó ser una ilusión elaborada por mi mente, una falacia onírica que mi subconsciente fabricó para darle un poco de paz a mi espíritu atribulado por el fracaso, la verguenza y la frustración. En síntesis, sigo y seguiré siendo el mismo perdedor de siempre.

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